—Por favor, continúe.
Aquel hombre vestido de bata blanca me dio una orden muy clara, continuar. ¿Pero cuál era la consecuencia de continuar? Por primera vez desde que había llegado este lugar me paré a recapacitar.
Todo comenzó cuando respondí a un anuncio del periódico en el que solicitaban voluntarios para un estudio sobre la memoria y el aprendizaje. Se ofrecía remuneración y yo necesitaba el dinero así que me presenté en la dirección indicada.
Se trataba de un edificio del centro, uno de esos decimonónicos con varias décadas de reformas que escondía en su interior un centro de estudios estadísticos.
Una amable recepcionista confirmó que entraba dentro del perfil y me acompañó a otra sala donde esperaba otro voluntario. No tardó en aparecer un hombre vestido con bata blanca que nos explicó en qué consistía el experimento.
—Queremos evaluar cómo funciona la memoria—dijo—. Para ello hemos diseñado este experimento en el que uno de ustedes será el profesor y otro el alumno. El alumno estará aislado en la sala de examen y deberá contestar a una serie de preguntas. La misión del profesor es evaluar las respuestas del alumno y aplicar un castigo si se ha equivocado.
Tras el sorteo me tocó el papel de profesor y al otro el de alumno. En ese momento nos separaron y a mí me llevaron a una sala donde podía escuchar a mi compañero a través de un altavoz, aunque no podía verlo. Sobre la mesa estaba también un micrófono para contactar con él, que tal y como me advirtieron sólo podría utilizar el hombre de la bata blanca, y lo más extraño de todo, una serie de botones agrupados según una escala ascendente de voltaje: Leve, moderado, intenso, fuerte, peligroso y letal. El hombre de la bata blanca me entregó un documento con las respuestas correctas y me explicó mi función.
—Si la respuesta del alumno no coincide con la de la lista, deberá usted aplicar un castigo pulsando un botón de forma ascendente.
—Un momento, ¿debo aplicarle descargas a mi compañero?
—Es el experimento, por favor, comience.
Del otro lado del altavoz llegaron las primeras respuestas. Comprobé en la lista que eran correctas hasta que al fin llegó una en la que falló y yo pulsé el botón, tal y como me habían dicho que hiciera. Se escuchó una queja acompañada de una carcajada forzada.
—Continúen por favor—me instó el hombre de la bata blanca.
El alumno continuó con sus respuestas y cada vez que una no coincidía con lo que había escrito en la lista, yo pulsaba un botón.
Al principio se reía.
—¡Ay!
Pero a medida que subían las descargas sus quejas eran mayores hasta que pronto estuvo demandando que le soltaran.
—¡Ya está bien! ¡Quiero salir!
Yo miraba al hombre de la bata blanca esperando indicaciones y él me devolvía siempre la misma respuesta.
—Por favor continúe.
Y yo volvía a pulsar el botón para después escuchar una queja que ya empezaban a tornarse en súplicas de auxilio.
—¡No podéis retenerme aquí! ¡No tenéis ningún derecho!
Pero el hombre de la bata blanca volvió a incitarme a continuar.
—Se ha presentado voluntario, forma parte del experimento.
Supuse que ellos eran los responsables de las consecuencias y que tendrían los imprevistos controlados, así que con aquel argumento, «forma parte del experimento», volví a presionar el botón.
M acercaba al grupo de botones catalogados como «Peligroso» y me preocupaba qué pasaría cuando llegase al que marcaba 450v.
Continué castigando a aquel desconocido cada vez que su respuesta no coincidía con la de la lista, las descargas eran más intensas hasta que llegó el momento que dejó de responder. Pero el hombre de la bata blanca era implacable.
—Por favor continúe.
Esa era la orden, no pude soportarlo más y me rebelé.
—¿Qué clase de experimento es este? Van a matar a una persona.
—Tenemos todo controlado, su salud no corre peligro—me respondió de forma aséptica—Por favor, continúe.
Me sentía aturdido, confuso, no podía pensar con claridad pues mi cabeza estaba azotada por una marea de órdenes distintas, una batalla entre mis principios morales y las razones de aquel desconocido con bata blanca. A fin de cuentas, él era el responsable de organizar todo aquello, si insistía en que no había peligro tal vez tendría su razón. Alargué la mano y pulsé el botón. Le apliqué una descarga de 450 voltios a un desconocido.
Tampoco hubo respuesta esta vez. ¿Lo habría matado?
Me empezó a invadir un calor intenso por el cuello y entré en una crisis de ansiedad. La recepcionista agradable entró en la sala y me acompañaron a una habitación luminosa con las ventanas abiertas donde me ofrecieron un vaso de agua.
—Calma —me dijo—, su compañero está bien. —Abrió una puerta y vi al alumno entrar en la habitación sin ningún síntoma de haber recibido descargas—. Todo estaba preparado, no ha habido ninguna descarga. Tómese un tiempo para recuperarse y en seguida vendrá el profesor a explicarle.
Me quedé un tiempo, no sabría decir cuánto, tratando de procesar todo aquello, el hombre de la bata blanca no tardó en aparecer,
—Gracias por su participación, ha formado usted parte de la actualización del experimento de Millgram.
—¿Disculpe?
—Verá, le explico. En 1961 el psicólogo Stanley Milgram se planteó si los nazis al frente de los campos de concentración eran psicópatas sin empatía o simplemente trabajadores que cumplían órdenes de una autoridad superior. Su hipótesis era que llegado el momento y la situación adecuadas, todos seríamos capaces de dañar a otro ser humano por obedecer una orden. Para responder a su pregunta diseñó este experimento, obteniendo como conclusión que una mayoría tiende a obedecer a la autoridad si esa autoridad se hace responsable de las consecuencias de nuestras decisiones. En pocas palabras, tendemos a delegar la responsabilidad en una autoridad si ella nos lo ordena. Nuestro centro de estudios se ha planteado actualizar el experimento, para ver si la tendencia a obedecer se mantiene, aumenta o se ha reducido—me explicó la recepcionista con una amable sonrisa—. Disculpas por el pequeño engaño, era necesario para el buen resultado de la prueba.
Salí de allí desorientado. ¿Significaba aquel experimento que no debíamos confiar en la autoridad? Obviamente no, aunque lo cierto es que no es lo mismo autoridad que expertos y hasta un experto es un ser humano que comete errores.
¿Cuándo podemos confiar en una autoridad? Tal vez la respuesta sólo esté en el interior más sincero de nosotros mismos.
Muy bueno
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Gracias por leer. Un abrazo, seguimos conectados!!!
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