El jardín marchito.

Tenían proyectos e historias perdidas en todos los rincones, de los cajones y de su cabeza, decenas de aventuras empezadas, esperando descubrir su final o su sentido, y otras miles en la cabeza que sólo tenían formas abstractas y amorfas. Ideas, pensamientos y emociones que necesitaban de tiempo para germinar y crecer, todas igual de importantes para formar el jardín. Pero se habían secado…

—No llueve —dijo Kuni perdiendo la mirada en lo alto.

—No, no llueve….—respondió Rosetta.

Ambos estaban igual de preocupados mirando al cielo, un hermoso y despejado cielo azul del que no caía ni una gota. Si no llovía no tendrían forma de regar su jardín y se terminaría marchitando y ese temor les acongojaba el corazón.

—Esto no depende de nuestro control y si no llueve no crece el jardín, quizá por eso estoy triste —reflexionó él.

—He consultado con la chamana de la región.

—¿Y qué dice?—preguntó sin dejar de mirar al cielo.

—Que lo importante es que estemos conectados.

—Eso tampoco depende de nosotros, no podemos conectarnos al cielo y traer el agua hasta aquí.

Ella sonrió porque sabía que él estaba triste y lo único que podía hacer en ese momento era responder con el hechizo contrario, aunque en su interior ella estaba igual de preocupada y él sabía que llovería cuando tuviera que llover. Se agarraron del meñique y permanecieron contemplando el cielo largo rato hasta que por fin, cuando el sol se hubo puesto y el jardín se tornó oscuro, regresaron a la rústica chabola donde se habían acomodado, en las afueras del pueblo. 

No llevaban mucho tiempo allí, apenas unas cuantas lunas, llegaron buscando un lugar donde plantar las semillas que recogieron en su paso por el tenebroso bosque de Grendafar. 

El alcalde les dio permiso para instalarse con la condición de hacer alguna contribución al poblado, pues todos en aquel lugar tenían una tarea bien definida que ayudaba a solucionar algún problema de la comunidad. Así el leñador se encargaba de recolectar madera, el comerciante traía provisiones y el alcalde organizaba el pueblo. Ellos en cambio sólo tenían semillas, semillas extrañas traídas de un bosque tenebroso que no terminaban de brotar y, las pocas que lo habían hecho, tomaban formas grotescas que asustaban a los niños. ¿En qué podía ayudar eso a la comunidad?

Con esas preocupaciones se durmieron y en la noche, cuando el cerebro descansa y ordena las ideas, soñaron una solución que olvidaron al despertar. Kuni, siguiendo su instinto, propuso ir a ver al alcalde y contarle el proyecto que había salido del sueño que no recordaba.

—Necesitamos madera.

El alcalde hizo una larga pausa. 

—¿Sabéis que este pueblo vive de su madera, verdad? Os hemos acogido con gusto pero con la única condición de que debéis aportar algo al poblado. Hasta la fecha sólo habéis plantado un jardín cuyos árboles asustan y ponen tristes a algunas personas, y ahora pedís madera… ¿por qué habríamos de dárosla? 

—Verá señor alcalde —carraspeó para aclarar la voz y hablar con el máximo respeto posible—, no podemos conectarnos al cielo para traer agua y regar nuestro jardín, eso no está a nuestro alcance y es absurdo lamentarse por lo que no se tiene. Lo único que podemos hacer es aprovechar lo que tenemos al alcance… y hay agua en la tierra, sólo hay que pensar una forma de traerla hasta aquí.

—¿Mover el agua? ¡Estáis locos! Mi respuesta es no.

Kuni trató de exponer su idea pero, o bien él no se supo explicar, o el alcalde no supo entender.

Salían abatidos de la casa cuando se les acercó un hombre, era El Comerciante cuya función consistía en traer a la aldea alimento y provisiones básicas.

—He escuchado vuestra idea, yo creo que sí es posible mover el agua. No tengo madera pero en mis viajes he conocido a mucha gente, puedo contar vuestro proyecto en las aldeas vecinas y quizá alguien quiera ayudar. 

Así fue que pronto El Comerciante empezó a traer madera que se apilaba alrededor de la chabola de Kuni y Rosetta. Incluso aparecieron algunas personas voluntariosas que deseaban ayudar, aunque nadie sabía muy bien qué hacer con todas aquellos troncos y ramas secas.

Al alcalde y a los vecinos no les gustaba porque afeaba el paisaje, torcían el morro al contemplar toda aquella madera sin utilizar y no entendían qué pretendía hacer la pareja. A decir verdad, ni ellos mismos sabían qué hacer con todo aquello y Kuni volvió a ponerse triste, una tristeza que crecía cada vez que llegaba un nuevo tronco.

Rosetta se encerró en su pequeño cuarto y allí pasó varias lunas, dibujando planos a la luz de una vela y él le echaba una mano siempre que lo necesitaba, aunque la mayor parte del tiempo estaba tirado en la hierba mirando al cielo seco que seguía sin querer derramar una sola gota. 

Finalmente ella estuvo satisfecha y salió mostrando los planos que él comprendió rápidamente e incluso añadió unos pequeños arreglos que terminaron de completarlos.

Subieron a la montaña  acompañados por cuatro amigos, pues la gran mayoría del pueblo, que no entendían de planos ni inventos raros, los miraban extrañados y solían señalarlos. A ellos, claro, y a sus cuatro amigos, poco les importaba y subieron a la montaña donde siguieron concienzudamente los planos. 

Cuando terminaron el trabajo, el agua bajaba de la montaña por un canal de madera y regaba los campos del pueblo con pequeñas gotas, lo suficiente para humedecer el jardín y las tierras de los vecinos. 

La pareja se sentó a descansar contemplando satisfechos su invento pero entonces una duda preocupó a Kuni.

—¿Y si los árboles que brotan de las semillas asustan a los niños?

—Eso no está a nuestro alcance —contestó Rosetta con una sonrisa divertida—. En cualquier caso, ahora todos pueden regar sus huertos. 

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