Cuando vemos a alguien feliz no le decimos nada, no nos extraña, es bueno estar feliz, es bueno sonreír.
Cuando vemos a alguien triste, sentimos el impulso de ayudar, de intervenir, de hacer algo.
—No estés triste, ¡anímate!
Cuando vemos a alguien con gripe no le decimos nada. Sabemos que lleva su tiempo curarla, conocemos su proceso y desarrollo, no nos extraña. Es malo tener gripe, es malo estar enfermo pero de vez en cuando hay que pasarla.
Cuando vemos a alguien enfermo desarrollamos empatía y tratamos de entenderle, de ayudarle. A nadie se le ocurre decir.
—No estés enfermo, ¡cúrate!
¿Y si estar triste fuera una gripe?
¿Y si esa gripe es necesaria para combatir un virus, para hacerte inmune? ¿Y si tener gripe es la forma que tiene el cuerpo para pararnos, para respirar, para vaciar la mente y cargar pilas, para sentirnos mimados unos días?
¿Y si estar triste es necesario para estar feliz?
No todas las enfermedades son iguales, al igual que no lo son las personas. Cada momento tiene su pausa en la vida y su razón de ser. Procesos con su tiempo de análisis.
Con las enfermedades del cuerpo todos tenemos empatía y comprensión, con las enfermedades del alma no tanto. Quizás porque las primeras las conocemos, tienen un remedio vía farmacia y se pueden solucionar de forma más menos rápida. Quizás las segundas no son tan fáciles de aceptar porque no se pueden resolver de manera acelerada, porque tal vez hay que ponerse en los zapatos de otro para empatizar y esto ya sería otro texto…