Las sirenas marcaban el momento, retumbaban en cada rincón de la ciudad, despertando a los vecinos, sonaban entremezcladas los coches patrulla y la ambulancia como en una guerra musical. Estaba claro que algo había pasado.
Yo lo veía todo desde una posición privilegiada, podía ver como se arremolinaba la gente alrededor del cordón policial, escuchar sus susurros morbosos intentando averiguar lo sucedido. Llegaban a mis oídos las voces de los agentes, pero sobre todo llegaba a mí, con total nitidez, un sollozo acallado tras unas suaves manos.
Entonces miré más allá, buscando la causa de ese dolor y lo vi, una cabeza desplomada sobre un escritorio, una mano aferrada a una pistola, gotas de sangre resbalando por la mesa… un suicidio. Fijé la vista sobre ese pobre hombre intentando averiguar el porqué de ese acto pero algo tiró de mí, una especie de viento que me arrebataba con fuerza de aquel lugar, me arrastraba hacia abajo envolviéndome en un torbellino que se llenó de imágenes, que pasaban tan veloces que no me daba tiempo a distinguir ninguna, me mareaban y tuve que cerrar los ojos para no volverme loco con sus ráfagas de luz y color.
Me sentí indefenso ante aquella fuerza que me empujaba, no podía hacer nada, salvo dejarme llevar, en lo que me pareció una eternidad, hasta que mi cuerpo chocó contra una montaña y la atravesé sintiendo la tierra, el agua, la hierba, las rocas y todo paró de golpe.
Esperé unos segundos antes de moverme y comencé a abrir los ojos lentamente. Ante mí había una pared blanca con un enorme cuadro colgado, naturaleza muerta, pichones y fruta sobre una bandeja de plata. Sentí como la tristeza se apoderaba de mí y, como si fuera un fogonazo, recordé todo.
Estaba sentado frente a mi escritorio, mi mano asía temblorosa una pistola, las lágrimas rodaban por mi rostro impidiéndome articular palabra y mi mente solo repetía incesante una idea que lo envolvía todo.
La tristeza me había llevado hasta allí, el estrés me había llevado a esto, la ausencia del valor para comunicarme me había empujado a este momento… el brazo se levantaba decidido a posar el arma sobre mi sien cuándo mi corazón elevó el sonido de aquel sollozo empujándolo hasta mi garganta.
- ¡Claudia! –grité con todo el desgarro del que implora ayuda.
Ella apareció al instante y corrió hacia mí frenando la mano que estaba a punto de cometer un asesinato. Me abrazó con tanta fuerza que hizo salir todo lo que guardaba en mi interior y lloré como el niño que nunca se permitió llorar y hablé de mis cargas como el hombre que ya no podía más llevarlas solo.
El aire volvió a mí con dulzura desterrando de mi mente la idea que la obsesionaba.