Felicia no conoció a su padre y lo que conoció de su madre prefería no haberlo hecho. Su madre ya era drogadicta mucho antes de que ella llegase al mundo, y no dejó de serlo durante el embarazo, así fue que Felicia conoció antes la droga que la luz del mundo.
Aún con todo esto, Felicia sobrevivió. Entre jeringuillas y colchones rotos, de la calle al centro para menores y viceversa, en un barrio de esos de la periferia que no solemos pisar, sobrevivió.
Su madre no se ocupó mucho de ella, de vez en cuando le hacía una visita. Fue en una de esas veces, cuando Felicia tenía unos 12 años, que su madre apareció y se llevó su único vestido para empeñarlo, necesitaba algo de efectivo con lo que cubrir la dosis de esa semana.
Aquello fue un golpe duro para la pequeña preadolescente. Había pasado por muchas cosas, por mucho más de lo que un ciudadano de bien, de los que habitamos en el centro de la ciudad, podemos imaginar, pero aquello… lo del vestido, le parecía demasiado. No porque el dinero fuese para droga, ni siquiera le dolía ya que su madre no estuviese allí, se había acostumbrado. Lo que realmente le había encendido era que se había llevado el vestido sin dar ninguna explicación, apelando a su autoridad como madre, por la fuerza. Se sintió atemorizada ante la desesperada necesidad de su progenitora por conseguir dinero.
Aquella tarde Felicia salió de casa tratando de contener las lágrimas, no sabía identificar si era pena o rabia, sólo caminó sin rumbo por el barrio, entre seres que vagaban buscando algún rincón para inyectarse parches de efímera felicidad. Caminó, y caminó, con pensamientos sacudiéndole la cabeza en una tormenta de palabras que no conseguía ordenar con sentido.
Así, caminando y caminando, salió del barrio, casi sin darse cuenta, era la primera vez que iba tan lejos de casa. Siguió las calles, mejor iluminadas que las que ella conocía, dejó atrás las casas viejas y abandonadas donde se había criado, fue encontrando comercios, gente que se cruzaba con ella mirando el móvil, escuchando música, ataviados con prendas limpias y cuidadas. Contemplaba todo aquello con los ojos de un niño descubriendo el mundo, un niño desconfiado.
Había llegado al centro de la ciudad, siguiendo los escaparates de las tiendas llenos de productos con sus respectivos precios. Al otro lado de uno de esos cristales encontró una cafetería, una elegante cafetería del centro donde los ciudadanos tomaban la merienda hablando ajenos al mundo exterior. Allí vio a una de sus compañeras de clase de la escuela pública. Estaba con sus padres y los tres sonreían, sacaron un enorme paquete envuelto en papel de regalo y se lo entregaron. Lo abrió ansiosa, rasgando el papel sin ningún cuidado, era un patinete eléctrico. La niña saltó de la silla emocionada y se abalanzó sobre sus padres, comiéndolos a besos.
La escena terminó de sacudir la cabeza de nuestra pequeña Felicia. ¿Qué era aquello que acababa de contemplar? Había sentido un terremoto de emociones encontradas. Sintió paz y tranquilidad, pero también envidia y odio. Fuese lo que fuese aquella sensación, que no lograba etiquetar con una palabra, la atraía enormemente. Las sonrisas, el lugar, la calma, la luz. Todo había girado en torno a aquel paquete envuelto en papel de colores. No sabía qué era, pero sí sabía que quería tener lo mismo que ella, fuese lo que fuese.
No le costó a Felicia dar con su compañera de clase en uno de los parques próximos a la escuela. Estaba allí jugando con el patín, el epicentro de toda aquella tormenta de emociones, despreocupada y feliz. Definitivamente quería aquello.
– Dámelo – le espetó.
– No – respondió la niña.
Y entonces, simplemente lo agarró con todas sus fuerzas y empujó a su compañera tirándola al suelo. La niña se quedó allí tirada, haciendo pucheros al borde de las lágrimas, sin saber qué hacer, esperando a que alguien apareciera y la ayudara. Casi sintió lástima de ella pero entonces notó en su mano el peso del patín que le acababa de arrebatar, el objeto del deseo. ¿Por qué no se defendía? ¿Por qué no luchaba por recuperarlo? De nuevo volvió a notar furia, pero esta vez la hacía sentirse bien. Ella era la autoridad, ella era la que causaba temor, igual que antes había hecho su madre con ella.
Nunca antes había sentido tanto orgullo de si misma. Había seguido el rastro de la sonrisa de aquellos padres que viera tras el escaparate y se había apropiado de ella sin mucho esfuerzo. No le costó tampoco mucho a la policía dar con Felicia y llevarla a comisaría. Aquella tarde, el sargento Peñizber estaba de vacaciones, muy lejos de allí.
El sargento Peñizber se había criado, como Felicia, en un barrio de la periferia, como el de Felicia. Sus caminos no empezaron muy distintos, hasta que el sargento se encontró con un profesor en el instituto que le mostró el camino alternativo, lejos de la delincuencia del barrio. Así fue que decidió dedicar su vida a ayudar a los demás y se hizo agente de la ley. Y dentro de sus responsabilidades, era de absoluta y total prioridad trabajar con niños como Felicia y ayudarles a ver que en la vida siempre hay más opciones. Pero aquel día, el sargento Peñizber, estaba de vacaciones.
En su lugar estaba el sargento Corada, quien justo la noche antes había tenido una tremenda discusión con su mujer porque no se entendían. Por eso, el sargento Corada aquel día, no tenía un buen día.
– ¿No eres un poco joven para ir por ahí robando a otros niños? – otra vez alguien la volvía a atemorizar – Me parece que necesitas una buena lección.
Guardó silencio mientras él la asustaba contándole el futuro que la esperaba de seguir por ese camino. A decir verdad, ella no escuchaba ni una sola de sus palabras, tan sólo pensaba en comprender la cadena de sucesos que estaba experimentando. Primero su madre la había asustado para quitarle algo y se sintió mal, después ella lo había hecho con otra niña y se sintió bien. Y ahora de nuevo, otra persona volvía a intentar hacer lo mismo con ella, era casi como un juego.
Cuando por fin pasó todo, se encontró de nuevo en su viejo colchón roto, donde a veces dormía su madre. La tormenta de emociones había cesado, ahora había calma en su cabeza, podía articularlo en palabras. Los demás te dan lo que quieres cuando sienten miedo, sólo hay que buscar la forma de de que no te pillen, de ser tú la autoridad, la ley del más fuerte. Asustar es el primer golpe. Esta fue la primera lección que Felicia aprendió en su carrera como delincuente.
Primero se convirtió en la ratera del barrio, luego empezó a comerciar con droga y todo tipo de bienes que generan dinero rápido. Entendió entonces la debilidad de su madre al entregar todo a cambio de droga, y la odió aún más.
Su madre era débil y daba cualquier cosa a cambio de droga, así que empezó a vender droga para sacarle el dinero a otros débiles, pues sentía verdadero asco por aquellos que no defendían lo suyo. Creció su odio contra todo aquel que necesitaba ayuda y no podía conseguir las cosas por ellos mismos. Les increpaba, amenazaba y robaba, era su forma de dar amor.
Después empezó a utilizar la fuerza para extorsionar, para apropiarse de todo cuanto veía y quería, y cuando no le quedó otra opción empezó a trabajar como sicario hasta que, finalmente, se encontró acorralada y se convirtió en su propia asesina.
Tenía 23 años.
Basado en la historia de Felicia ‘Snoop’ Pearson (The Wire)
Una historia impactante pero que trae un desenlace sobrecogedor. 👏👏👏
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Gracias!!! A veces hay caminos tan marcados que no se encuentran muchas salidas…
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Cierto. Pero es bonito cuando a pesar de todo una lucha por intentarlo. 😉👏
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Exacto!!!! Gracias por estar y comentar. 😘
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Un placer
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Una historia que llama a la reflexión. Uno lee las noticias y se encuentra con situaciones similares.
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Sí, lo que pasa es que a veces te toca más cuando lo lees como algo de ficción que cuando se lee en el periódico…Gracias por comentar y sentir.
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